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jueves, 24 de noviembre de 2011

El grillo fantasma.

Sin tiempos, en algún lugar del mundo...

El horizonte se pierde en el desierto que contemplo, a demasiados grados de temperatura para ser real. La luz del sol me ataca ferozmente y mis párpados defensores se cierran dejando el paso justo para no quedar en la oscuridad. Pienso que estoy en medio de una jugada mental, una alucinación cuando entre destellos veo a un joven de elegancia impostada que camina entre la arena, ladeando sus caderas señoriales en pleno desierto, con traje y corbata. Caderas que llaman la atención al recordar la silueta de una señora más que la de un caballero.Vestido de traje aparenta la elegancia de un vendedor de enciclopedias, casa por casa. Lo observo con curiosa desconfianza. En nuestro desierto no hay más personas, sólo terreno estéril y es entonces cuando de espaldas a mi rompe a gritar palabras que no logro entender. Grita a la nada, a la inmensidad del desierto, grita como un loco. Afino un poco el oído, intento escucharlo sin que me vea y me acerco sigilosamente, él reclama a gritos el trono de algún reino perdido, o al menos eso me parece escuchar. Este hombre es atemporal, desubicado y desterrado probablemente. Grita como un niño enrabietado y con tonos imperativos exige se le devuelvan los títulos de nobleza no de uno, sino de dos reinos. Ahora estoy confusa, no sé exactamente lo que desea recuperar.

Lo sigo despacio, de lejos para que no note mi presencia y días después de tormentas arenosas y refugios improvisados entramos en un sendero que va poblándose de verdes y marrones otoñales alentadores, no moriremos en el desierto. Escucho grillos y bichos varios en la noche, no los veo pero sé que están ahí, con sus cantares y tareas de insectos metódicos. Luego de cuatro horas de camino llegamos a una ciudad elevada en el monte cuya muralla de piedra sólida custodia  la ciudadela perdida. El hombre se detiene ante la impenetrable puerta de madera, sólida y elevada. En la ciudadela los pobaldores parecen dormir, sólo escucho los gritos del hombre y el ruidillo de los insectos. Sus palabras destilan desesperación, reflejan el cobarde que es realmente, aunque bravucón, persiste en sus reclamos. Se acerca por el sendero un forastero de mediana estatura, al observarlo me sonríe levemente y se me acerca con tranquilidad. Yo, que no lo percibo peligroso me dispongo a oirlo con atención. Se me acerca en la poca claridad que la luna nos puede regalar y me susurra al oído dulcemente:

-De palabra envenenada y de egoísmo ilimitado exige que le abran las puertas, el loco le llamamos, el que nunca tuvo nada que ofrecer y en sus delirios cree ser un príncipe desterrado, vuelve con el mismo cantar incesante cada mes y medio. Cuentan los ancianos que fue juzgado por destruir ilusiones, por mentir impíamente y terminar con la vida de dos mujeres y tres niños...desde entonces sólo nos libramos de su presencia cuando le encaramos el pasado. Su pasado de niño sin padre.-

Asalta mi mente entonces el guión de la película "El espinazo del diablo" y me tomo la licencia de gritarle:
-" Qué soledad, la del príncipe sin reino, la del hombre sin calor. "- y pienso que en su caso la soledad es una elección, la consecuencia de un cúmulo de daños gratuitos. -No hay nada que reclamar.-
El hombre de traje ensombrece hasta casi desaparecer frente a la puerta, diminuto y gris, convertido en grillo...ruidoso pero insignificante a los ojos de los hombres, vencido acaso por la verdad.

"¿Qué es un fantasma?
Un evento terrible condenado a repetirse una y otra vez, un instante de dolor quizás, algo muerto que parece por momentos vivo aún, un sentimiento suspendido en el tiempo, como una fotografía borrosa, como un insecto atrapado en ámbar. Un fantasma, eso soy yo."

Extracto de :"El espinazo del diablo" dirigida por Guillermo del Toro y producida por El Deseo.


Esta entrada, directa, intrusiva y endiablada es para ti, por ese ruido molesto del grillo fantasma que no merece puertas abiertas. Por la complicidad que mantiene los corazones intactos.
Porque en el corazón no hay grillo que valga.

lunes, 7 de noviembre de 2011

RECICLAJE ATEMPORAL

Llego al trabajo, sin ganas, tarde y en taxi para no quebrar las costumbres que se han acentuado en mi con los años. Mi rutina desganada, mi depresión de noviembre o lo que quiera que sea no se ha roto esta tarde. La rutina disfrazada de rebeldía me confunde y me deja sentir que respiro con más "libertad" en este movimiento atropellado y vertiginoso que es la vida, la vida llena de obligaciones, horarios y sistemas que yo trato de saltar por adrenalina de tontorrona, más claramente: por joder.

Pienso en las ventajas imponentes del transporte público, factores ecológicos, de seguridad y económicos pero no me gusta la gente, ergo no me gusta el transporte público. No me gusta esperar, por eso llego tarde y por eso tampoco me gusta el trasporte público. No me gusta conducir desde hace algunos años porque presiento que aquella concentración necesaria me será útil en momentos más importantes, porque prefiero ir leyendo o escuchando alguna canción repetidamente y eso sólo lo puedo hacer en un taxi, donde si un indeseable taxista es muy conversador yo puedo dejar claro que mi intención es llegar a mi destino en silenciosa soledad.
Reconozco que la debilidad que me atrae a tomar taxis para movilizarme es la misma que me atrae a la anestesia de la confusión, esa que hace que sea menos infeliz al dejarme seducir por su tramposa comodidad, prefiero pensar (aunque claramente confusa), que así soy más libre.
No me gusta la gente y por eso mis amigos entienden que no los considero gente cualquiera sino gente excepcional, que los llame poco o nunca, que los visite aún menos y que no recuerde sus cumpleaños. Entienden que son únicos y yo sé por todo esto que son seres inteligentes. Por supuesto jamás pretendería tener amigos que necesiten tanta atención o cuidados constantemente. Para eso están las plantas, las mascotas y los hijos que no tengo por la mismas razones. Para eso está la adolescencia.
Mis amigos, o los pocos que yo considero amigos entienden que puedo no llamarlos, visitarlos o acordarme de sus cumpleaños, sin embargo saben más de mi que mi propia almohada, entienden las condiciones de mi presencia en sus vidas, mi constante mal humor, y tienen la lucidez de presentir que necesito que sonrían por mi la mayor parte del tiempo. Ellos saben que los quiero como cómplices de diferentes remolinos, saben que ese es el tipo de relación que más valoro. Por la lealtad incondicional y oportuna saben lo que son para mi, y realmente saben que los quiero, pero no como la mayoría de la gente espera. Por eso mis amigos son pocos y raros, pero ellos lo saben.
Son pocos y raros, por lo cual me sorprendo al ver que siendo tan pocos se encuentren en latitudes que abarcan ahora mismo tres continentes. Son pocos porque a lo largo de la línea de tiempo que recorro los voy dejando, me guardo los de oro blanco. Porque pienso que como todo en la vida es poco lo que vale la pena de verdad, lo demás suele ser trivial, aunque sea disfrutable también. Son raros de por sí, por ser amigos míos y en esas condiciones, y aún así no generan ningún sufrimiento, sólo libertad relajada de compartir lo que cada uno quiera, que suele ser mucho y valioso.
Llego al trabajo con la intención de no trabajar si es posible y depurar una de mis cuentas de correo electrónico. Con la esperanza de borrarlos definitivamente encuentro unos emails antiguos, pasados de moda y fuera de tiempo. Son de un hombre de cincuenta y varios años, un hombre que conocí en un trabajo al que no volvería. Tuvimos una relación profesional que rompió el día que me pidió respetuosamente una dirección de correo electrónico para enviarme unos informes, me los envió e inmediatamente después me envió unas fotos que eran por lo menos inquietantes, ya que eran mías. Inicialmente fueron unas triviales fotos de grupo en el trabajo que él luego manipuló con herramientas informáticas simples recortándome, ampliándome y elogiándome con respeto pero más fuera de lugar que ningún email que haya recibido en mi vida. No me gusta la gente, menos aún los viejos verdes. Nunca le respondí. Tampoco entendí sus extraños sentimientos nacidos de imágenes fortuitas y encuentros superficiales y escasos. No le volví a hablar en las pocas ocasiones que lo encontré por los pasillos. La gente fuera del lugar también está fuera de mi campo visual o así lo prefiero. No me gusta la gente, pero las trincheras retorcidas de sus mentes me interesan, más aún cuando no entiendo algo.
Cuando viajo o alguien viaja me emocionan desproporcionadamente los souvenirs. No entiendo los emails de este hombre repelente pero sé lo que son para mi: un souvenir de una mente febril y desatinada.
Aún no borro los emails.