Belgrado- Serbia.
2009, invierno.
Me despierta el viento frío en la cara. Raramente seco, en el patio de casa. Creo que me dormí mientras pensaba en arreglar la ventana. Es una bisagra que perdió algún tornillo y ahora tambalea con el viento. Estoy cansado, hace tiempo ya, pero mantengo la costumbre de arreglar los pequeños desperfectos que la casa va presentando. Hemos envejecido juntos, afrontamos el paso del tiempo y su desgaste natural con mis manos artríticas de 86 años. Sé que lo puedo hacer, lento pero cariñosamente resano las paredes, cubro las grietas y aseguro alguna viga. La pintura aguanta, aguanta un poco más aún.
Me siento en el banco de metal oxidado y corroído, sé que nada puede con él. El es más fuerte que yo. Lo supe desde aquel abril del 41, luego del bombardeo. Aquel día sólo el banco resistió. Yo lo perdí todo, todo lo que un hombre puede perder, y así pudo conmigo también, pero el banco resistió. Mi familia se … no, no lograron salir, yo no pude hacer nada y los pocos recuerdos que tengo de aquel día se tiñen de rojo, atropellan mis pensamientos con estruendos y explosiones, polvo gris, gritos y charcos de vida derramada. Aquí en este banco sobreviviente me sentaba con ella, a ver el atardecer. Con una taza de té en invierno, nos gustaba que la lluvia nos repliegue a casa, así supiéramos que llovería nos quedábamos juntos desafiando el mal tiempo, charlando, ella me hacía reír mucho, mucho más de lo que yo acostumbro. Me gustaba ver sus ojos abiertos no del todo por los rayos de luz atacando sus pupilas. Tuvo una mirada inteligente siempre, más aún cuando se perdía en el empedrado patio gris, sentada en el banco, a mi lado.
Veo las dos casas vecinas, también con techo a dos aguas. Blanco roto o blanco gris, siempre tuvimos esa discusión tonta. Mi casa es de una sola planta, las ventanas de madera, amplias de marco blanco, iluminan el salón principal. La puerta es una ventana que creció y nos da paso, siempre acompañada de un pequeño farol de luz amarillenta, como la que no recomiendan.
A mi me sigue pareciendo romántico sentarme en el banco que ha sobrevivido. A perder la mirada en el suelo de piedra, piedras que coloqué una a una después de los 50, otra vez, cuando me propuse que tuviera el mismo aspecto, como a ella le hubiera gustado.
Las palomas no pierden el tiempo y juguetean entre las migas que les dejo y los charcos de lluvia, son escurridizas pero han aprendido a no temer a este viejo observador. Esta vez se mueven menos, como si yo no estuviera viéndolas, no sé la hora, pero ha anochecido y el viento es extrañamente seco. Las palomas ni se inmutan. Un momento... me embriaga la emoción de volverte a ver, he notado esta tarde que el banco ha sobrevivido a mí, que la bisagra quedará inestable. Acabo de morir.
Interesante tu post de ayer. Ese estilo que recuerda a un libro que leimos... Enhorabuena, creo que como ejercicio literario tiene muy buen resultado ;)
ResponderEliminarMi final personal de Noah...
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