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jueves, 24 de noviembre de 2011

El grillo fantasma.

Sin tiempos, en algún lugar del mundo...

El horizonte se pierde en el desierto que contemplo, a demasiados grados de temperatura para ser real. La luz del sol me ataca ferozmente y mis párpados defensores se cierran dejando el paso justo para no quedar en la oscuridad. Pienso que estoy en medio de una jugada mental, una alucinación cuando entre destellos veo a un joven de elegancia impostada que camina entre la arena, ladeando sus caderas señoriales en pleno desierto, con traje y corbata. Caderas que llaman la atención al recordar la silueta de una señora más que la de un caballero.Vestido de traje aparenta la elegancia de un vendedor de enciclopedias, casa por casa. Lo observo con curiosa desconfianza. En nuestro desierto no hay más personas, sólo terreno estéril y es entonces cuando de espaldas a mi rompe a gritar palabras que no logro entender. Grita a la nada, a la inmensidad del desierto, grita como un loco. Afino un poco el oído, intento escucharlo sin que me vea y me acerco sigilosamente, él reclama a gritos el trono de algún reino perdido, o al menos eso me parece escuchar. Este hombre es atemporal, desubicado y desterrado probablemente. Grita como un niño enrabietado y con tonos imperativos exige se le devuelvan los títulos de nobleza no de uno, sino de dos reinos. Ahora estoy confusa, no sé exactamente lo que desea recuperar.

Lo sigo despacio, de lejos para que no note mi presencia y días después de tormentas arenosas y refugios improvisados entramos en un sendero que va poblándose de verdes y marrones otoñales alentadores, no moriremos en el desierto. Escucho grillos y bichos varios en la noche, no los veo pero sé que están ahí, con sus cantares y tareas de insectos metódicos. Luego de cuatro horas de camino llegamos a una ciudad elevada en el monte cuya muralla de piedra sólida custodia  la ciudadela perdida. El hombre se detiene ante la impenetrable puerta de madera, sólida y elevada. En la ciudadela los pobaldores parecen dormir, sólo escucho los gritos del hombre y el ruidillo de los insectos. Sus palabras destilan desesperación, reflejan el cobarde que es realmente, aunque bravucón, persiste en sus reclamos. Se acerca por el sendero un forastero de mediana estatura, al observarlo me sonríe levemente y se me acerca con tranquilidad. Yo, que no lo percibo peligroso me dispongo a oirlo con atención. Se me acerca en la poca claridad que la luna nos puede regalar y me susurra al oído dulcemente:

-De palabra envenenada y de egoísmo ilimitado exige que le abran las puertas, el loco le llamamos, el que nunca tuvo nada que ofrecer y en sus delirios cree ser un príncipe desterrado, vuelve con el mismo cantar incesante cada mes y medio. Cuentan los ancianos que fue juzgado por destruir ilusiones, por mentir impíamente y terminar con la vida de dos mujeres y tres niños...desde entonces sólo nos libramos de su presencia cuando le encaramos el pasado. Su pasado de niño sin padre.-

Asalta mi mente entonces el guión de la película "El espinazo del diablo" y me tomo la licencia de gritarle:
-" Qué soledad, la del príncipe sin reino, la del hombre sin calor. "- y pienso que en su caso la soledad es una elección, la consecuencia de un cúmulo de daños gratuitos. -No hay nada que reclamar.-
El hombre de traje ensombrece hasta casi desaparecer frente a la puerta, diminuto y gris, convertido en grillo...ruidoso pero insignificante a los ojos de los hombres, vencido acaso por la verdad.

"¿Qué es un fantasma?
Un evento terrible condenado a repetirse una y otra vez, un instante de dolor quizás, algo muerto que parece por momentos vivo aún, un sentimiento suspendido en el tiempo, como una fotografía borrosa, como un insecto atrapado en ámbar. Un fantasma, eso soy yo."

Extracto de :"El espinazo del diablo" dirigida por Guillermo del Toro y producida por El Deseo.


Esta entrada, directa, intrusiva y endiablada es para ti, por ese ruido molesto del grillo fantasma que no merece puertas abiertas. Por la complicidad que mantiene los corazones intactos.
Porque en el corazón no hay grillo que valga.

lunes, 7 de noviembre de 2011

RECICLAJE ATEMPORAL

Llego al trabajo, sin ganas, tarde y en taxi para no quebrar las costumbres que se han acentuado en mi con los años. Mi rutina desganada, mi depresión de noviembre o lo que quiera que sea no se ha roto esta tarde. La rutina disfrazada de rebeldía me confunde y me deja sentir que respiro con más "libertad" en este movimiento atropellado y vertiginoso que es la vida, la vida llena de obligaciones, horarios y sistemas que yo trato de saltar por adrenalina de tontorrona, más claramente: por joder.

Pienso en las ventajas imponentes del transporte público, factores ecológicos, de seguridad y económicos pero no me gusta la gente, ergo no me gusta el transporte público. No me gusta esperar, por eso llego tarde y por eso tampoco me gusta el trasporte público. No me gusta conducir desde hace algunos años porque presiento que aquella concentración necesaria me será útil en momentos más importantes, porque prefiero ir leyendo o escuchando alguna canción repetidamente y eso sólo lo puedo hacer en un taxi, donde si un indeseable taxista es muy conversador yo puedo dejar claro que mi intención es llegar a mi destino en silenciosa soledad.
Reconozco que la debilidad que me atrae a tomar taxis para movilizarme es la misma que me atrae a la anestesia de la confusión, esa que hace que sea menos infeliz al dejarme seducir por su tramposa comodidad, prefiero pensar (aunque claramente confusa), que así soy más libre.
No me gusta la gente y por eso mis amigos entienden que no los considero gente cualquiera sino gente excepcional, que los llame poco o nunca, que los visite aún menos y que no recuerde sus cumpleaños. Entienden que son únicos y yo sé por todo esto que son seres inteligentes. Por supuesto jamás pretendería tener amigos que necesiten tanta atención o cuidados constantemente. Para eso están las plantas, las mascotas y los hijos que no tengo por la mismas razones. Para eso está la adolescencia.
Mis amigos, o los pocos que yo considero amigos entienden que puedo no llamarlos, visitarlos o acordarme de sus cumpleaños, sin embargo saben más de mi que mi propia almohada, entienden las condiciones de mi presencia en sus vidas, mi constante mal humor, y tienen la lucidez de presentir que necesito que sonrían por mi la mayor parte del tiempo. Ellos saben que los quiero como cómplices de diferentes remolinos, saben que ese es el tipo de relación que más valoro. Por la lealtad incondicional y oportuna saben lo que son para mi, y realmente saben que los quiero, pero no como la mayoría de la gente espera. Por eso mis amigos son pocos y raros, pero ellos lo saben.
Son pocos y raros, por lo cual me sorprendo al ver que siendo tan pocos se encuentren en latitudes que abarcan ahora mismo tres continentes. Son pocos porque a lo largo de la línea de tiempo que recorro los voy dejando, me guardo los de oro blanco. Porque pienso que como todo en la vida es poco lo que vale la pena de verdad, lo demás suele ser trivial, aunque sea disfrutable también. Son raros de por sí, por ser amigos míos y en esas condiciones, y aún así no generan ningún sufrimiento, sólo libertad relajada de compartir lo que cada uno quiera, que suele ser mucho y valioso.
Llego al trabajo con la intención de no trabajar si es posible y depurar una de mis cuentas de correo electrónico. Con la esperanza de borrarlos definitivamente encuentro unos emails antiguos, pasados de moda y fuera de tiempo. Son de un hombre de cincuenta y varios años, un hombre que conocí en un trabajo al que no volvería. Tuvimos una relación profesional que rompió el día que me pidió respetuosamente una dirección de correo electrónico para enviarme unos informes, me los envió e inmediatamente después me envió unas fotos que eran por lo menos inquietantes, ya que eran mías. Inicialmente fueron unas triviales fotos de grupo en el trabajo que él luego manipuló con herramientas informáticas simples recortándome, ampliándome y elogiándome con respeto pero más fuera de lugar que ningún email que haya recibido en mi vida. No me gusta la gente, menos aún los viejos verdes. Nunca le respondí. Tampoco entendí sus extraños sentimientos nacidos de imágenes fortuitas y encuentros superficiales y escasos. No le volví a hablar en las pocas ocasiones que lo encontré por los pasillos. La gente fuera del lugar también está fuera de mi campo visual o así lo prefiero. No me gusta la gente, pero las trincheras retorcidas de sus mentes me interesan, más aún cuando no entiendo algo.
Cuando viajo o alguien viaja me emocionan desproporcionadamente los souvenirs. No entiendo los emails de este hombre repelente pero sé lo que son para mi: un souvenir de una mente febril y desatinada.
Aún no borro los emails.

martes, 11 de octubre de 2011

MI CITA VERDE.

Miraflores, Lima-Perú. Una tarde otoñal.

Es otoño y el cielo de Lima se ensaña en ser más gris de lo habitual. La cercanía del mar se anuncia en mi nariz prominente y, sin dejar de disfrutarlo, respiro la excesiva humedad costera. La niebla reposa con una danza leve sobre la acera ocultando los árboles y arbustos añosos, sabios de presenciar historias.
Camino hacia el parque de los encuentros, entre cafeterías, restaurantes, librerías, salas de casino despiadadas, heladerías y comercios varios en las calles miraflorinas, el parque Kennedy es un punto de referencia común para acordar una salida, una cita, una reunión. Veo un  cuadro que se repite diariamente: personas con cuellos flexibles y alargados de buscar entre el barullo una cara conocida, los últimos años también buscan caras desconocidas con quienes acuerdan primeras citas express y on line.
Como los peruanos no perdemos la costumbre de llegar un rato después de lo acordado me gusta pensar perversamente que nadie sabe en realidad a qué hora se encontrará con su cita y luego el cuadro termina siendo un baile heterogéneo de cuellos contorsionistas, miradas mal disimuladas, caras que se observan, se olisquean y examinan para ver si eres tú, la persona esperada.

Veo desde lejos en el centro del parque a un conocido hombre que pasa los sesenta años, de cabello verde encendido y gafas prominentes. Congrega a la gente llamando la atención a voz en cuello, vende libros que dice haber escrito y yo, que tiendo a creer poco de lo que se dice, observo de reojo sus pelos verdes intensos y sigo andando. Recuerdo vagamente su historia, en otra década fue titular de prensa y escándalo popular. El hombre de pelo verde en el pasado fue un psicólogo reconocido que estuvo en la cárcel por asesinar a uno de sus pacientes. Las razones según alegó él mismo: terminar con el mal de su paciente ya que no soportaba la confesión y detallada descripción en consulta de los crímenes que el paciente psicópata cometió y confesó en las sesiones con su psicólogo (probablemente psicópata también) y que se convertiría poco después en su verdugo confeso. -Sino puedo salvar la mente me quedaré con el cuerpo-pensó el hombre de pelo verde. Lo veo y no puedo dejar de hacerlo porque veo en él al intelectual, al psicólogo, al asesino y finalmente sólo veo al loco que quedó vendiendo libros.

Llego al parque Kennedy. Rodeo parcialmente un círculo imaginario donde el hombre de pelo verde es el centro, lo miro por su historia, por sus extravagantes movimientos y actitudes pero sobretodo lo miro por ser tan verde.

Siento un viento frío y rasposo en las manos y el rostro, quiero un café pero sé que si tomo dos durante esta tarde el insomnio se apoderará de mi cuerpo durante la noche, así que decido esperarte para el café, un café aromático y sensual, contigo. La terrazas otoñales seducen en la acera, avanzo entre mesas divididas por los colores de sus manteles según el establecimiento al que pertenecen, entre amarillos, azules y tonos cremas veo turistas de idiomas reconocibles pagar precios descabellados por un par de tostadas, parejas en las bancas frías de cemento cuyas piernas pertenecen a un solo cuerpo mientras se besan entregados a una falsa intimidad, perros fieles jugando liberados de ataduras, libros pirateados con maestría, un compañero de trabajo de mi padre con una señora que sospecho es su secretaria, pero que en todo caso no es su mujer. Siento más frío aún, miro el reloj y noto que debí encontrarte hace más de veinte minutos, me vuelvo una persona en el centro del parque Kennedy que alarga y contornea el cuello buscándote, olisqueo, miro hacia todos lados pero no te encuentro, miro a la derecha y camino rápido hacia la izquierda. Error. Choco con el hombre de pelo verde y lo derribo impíamente. Me disculpo, él se carcajea desproporcionadamente, como todo lo que hace, recojo la mayor cantidad de papeles y libritos que han caído al derribarlo, me disculpo nuevamente y camino con cuidado hacia la esquina acordada, el hombre de pelo verde me sigue y me habla, en realidad habla solo y me sigue a la vez cuando a pocos metros te reconozco, más atractiva y elegante que la última vez, veo tu sonrisa inicial deformándose en una mueca, extrañada miras a una persona que camina rápido, torpe e improvisada, con papeles y libros desordenados, con el cabello revuelto del viento costero y sobretodo miras al hombre de pelo verde que me acompaña  y que reconoces fácilmente. Tú, inteligente y divertida recuperas la sonrisa con picardía esta vez, desestimas el café y pasadas las 2am pagas la cuenta de los tres después de varias cervezas y un té. Tú siempre tan lista, encajando situaciones inesperadas, y yo hasta el día de hoy pensando en porqué no le pregunté la razón de su verde cabellera.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

"Une valse" para un final.

Ella cierra cuidadosamente el estuche de un sobrio color azul. Ha decidido no ordenar sus productos cosméticos metódicamente. Lleva veinticuatro en el estuche, entre pestañas, piel, labios y uñas. Se queda en la entrada del salón, amplio, de ventanas con largas cortinas custodias. Pensó en ese detalle y lo que tardó en encontrar las adecuadas, las que guardaran la privacidad de un segundo piso en el centro de Madrid. Su luminoso salón lo era incluso por la noche, cuando las luces de farolas agresivas y potentes irrumpían la oscuridad con sus destellos desde la calle. Los muebles de piel oscura y su delicada decoración revelan éxito. Su mirada en el espejo vende años no recuperables, las pequeñas caídas y discretas arrugas que el maquillaje atenúa cada vez menos. Coloca dos copas al lado de la botella de vino, tinto, uno de los más secos de su bodega, y presiona un botón. Se escucha deliciosa música francesa, cierra levemente los ojos y se mece suave sobre uno de sus tacones, cuando escucha la voz de Edith Piaf, respira profundo, abre los ojos y mira el reloj de pared.

El va caminando torpe y con prisas, sorteando por las calles a la gente con mirada desorbitada como quien no ve el horizonte al que llegar. La lluvia ha llenado las calles de reflejos húmedos, sus zapatos se van estropeando y resuenan más de lo habitual con chasquidos que acentúan el alza izquierda. La cadera le duele aún con este recurso ortopédico. Una cirugía antigua en la que no podría dejar de pensar, el dolor le seguiría a donde vaya. El es un hombre alto que con el tiempo aprendió a vestir y aparentar elegancia. Lleva una maleta mediana y se sorprende al verse con cuarenta y tres años y cierta dificultad al llevar la maleta. La maleta, el alza, la cadera protésica, la elegancia impostada... sintió de pronto que todo junto le era muy pesado. Finalmente llega al portal y sin dejar de caminar echa una mirada furtiva a los ventanales del segundo B. La lluvia empaña sus gafas, pero no su determinación, sigue caminando de prisa y se pierde entre la gente y las calles. Es el cumpleaños de su hija, esta vez, que es el cumpleaños número cinco, no faltará. Sabe que debe salir en las fotos y grabar su recuerdo en la memoria de la pequeña. Sabe lo que quiere hacer y que hay situaciones que no son compatibles. Sonríe imaginando una vida diferente, familiar.

Ella guarda la botella de vino tinto y se sirve una copa del que realmente le gusta, uno blanco y frutado, muy frío. Se sienta y saborea un sorbo largo del vino claro y refrescante, lo menos parecido a su relación con él. Sin derramar una lágrima se sorprende aliviada y esboza una sonrisa mientras vuelve a cerrar los ojos ya que a lo lejos aún se escucha "La foule".

miércoles, 7 de septiembre de 2011

U.C.I. Interruptus.

Lima, Perú. Hospital de las Fuerzas Armadas-2008.

Dos meses antes de que Chechu naciera sabíamos que venía con problemas.
Los controles del embarazo evidenciaron trastornos en el feto. Tratamos de desprendernos de la piel de médicos, esquivar tecnicismos y explicarle a su madre que no podría tener una vida "normal", sobretodo al nacer (probablemente no tendría una vida normal nunca, pero evitamos sentenciar fatalidades). Su madre, Gisella, una mujer de veintiocho años de edad  tenía ya dos hijas de diez y ocho años a quienes dejaba con su abuela materna mientras ella acudía a los controles prenatales, sola. Una mujer joven que nos parecía tranquila más que valiente, se había resignado con la nobleza del poco entendimiento. Su marido, un policía mediocre y ausente como compañero, no había aparecido en el hospital hasta el día del nacimiento de su primer hijo varón.
Una cesárea veloz y el equipo de neonatología recibió a un Chechu flácido que, sin llanto, había sido reanimado e intubado por su pobre función respiratoria. Ingresó directamente a la U.C.I pediátrica, sección neonatología.
Pasaron los meses y aunque poco creció, luchaba aferrándose a la vida sin aparatos, pero no lo lograba. Varias neumonías después y con algo más de peso Chechu cumplió la edad adecuada para pasar a la U.C.I pediátrica, sección infantil.
Evidenciamos problemas entre sus padres una tarde que pasamos a revisar la evolución de los pacientes. El padre uniformado, poseído por los celos y con ojos desorbitados le indicaba a su mujer imperativamente que no terminarían la relación. No y punto. La madre de Chechu aguantaba el llanto y trataba de calmar a su marido a quien repetía "no puedo más, no hay otro, es sólo que ya no puedo más contigo".

El día que Chechu salió de la U.C.I. el servicio parecía una fiesta. Llenamos la sala de globos, compramos una tarta y aunque su primer cumpleaños ya había pasado, lo celebramos en grande. Chechu, liberado de tubos y agujas que penetraran su piel, sonreía más que nunca, pasando entre brazos de sus médicos, enfermeras y familiares. Su padre no se presentó esa mañana. Esa tarde notamos con claridad que también éramos su familia.
Cuando llegó la tarde nos fuimos a casa, nos despedimos de los niños de la sala. A Chechu lo besamos todos con emoción, era nuestro Chechu. Se quedó con su madre. La madre del niño de la cama contigua a la de Chechu charlaba con Gisella sobre la escena protagonizada por su marido, por lo visto era habitual, muy mala racha, paciencia, le aconsejaba, pero Gisella sólo respondió: "tengo miedo". Entrada ya la noche el padre de Chechu apareció sorprendiendo a Gisella, le dijo un escueto e imperativo "vamos". Gisella se levantó serena de la silla, besó a su hijo y se despidió de la vecina de cama. Antes de salir de la sala giró la cabeza, y con un gesto grave volvió a mirar a la vecina, bajando la mirada de inmediato salió de la sala.

La mañana siguiente no encontramos a Chechu en su cama. Había vuelto a U.C.I por una descompensación, propia de su enfermedad. Lo habíamos visto mucho peor, y pensamos con optimismo que saldría de esta también. Fue entonces que leímos los titulares de la prensa: "Policía mata a su mujer y luego se suicida en su domicilio". La sangre dejó de circular por mis venas. No teníamos ciencia ni explicación para ese titular.

Los días siguientes su abuela materna, nos explicaba que si Chechu saliera del hospital ella no podría cuidarlo, ya tenía demasiado con las dos niñas y su humilde presupuesto combinaban mal con su cansada edad. Empezamos a barajar opciones de adopción, un amigo pediátra estaba no sólo de acuerdo sino ilusionado con adoptarlo, meses atrás Gisella lo había elegido como padrino de Chechu, bautizo que por supuesto llevamos a cabo en la U.C.I.
Meses después nuestro hijo en común ya tenía condiciones de ir a casa, a la que fuera, pero no necesitaba estar más en el hospital. La adopción era un proceso lento y las siguientes semanas el hospital lo acogería, como desde su nacimiento, pero Chechu se contagió de una infección hospitalaria y volvió a la U.C.I. para no salir. Su sonrisa se apagó frente a una vida que le había negado aquellas cosas que por ser comunes no valoramos.
El vivió en la U.C.I. toda su vida, corta e interrumpida. Yo aprendí a vivir con un trozo menos de corazón.






A Chechu, por su lucha y su sonrisa. Por su actual paz.

A una de sus pediatras, que se dejó el corazón con su paciente, por compartir conmigo su historia y su dolor, que lamentablemente en este caso no son ficción.

lunes, 15 de agosto de 2011

Caminata de noche. Canción de Cuna.

Algunas formas de vida parecen una enfermedad, del otro lado del cristal todo puede ser diferente.
Esa noche descubrió que la verdad no la tenemos entre todos, ni la tiene nadie... la verdad era sólo el desnudo inesperado de los actos en libertad, un giro en cada paso y se vuelve real cuando ya es pasado, la verdad, era algo de lo que no se podía escapar eternamente.



Lucía, 24 años. En una calle del mundo.

Esa noche decidió caminar. ¿Por qué no?. Hacía 4 meses que por prescripción médica no salía sola, una norma que cumplía estrictamente Olga, la niñera-enfermera que atendía sus necesidades y caprichos durante el día. Una mujer que se acercaba a los cincuenta años, delgada y aparentemente debilucha, almidonadamente correcta, discreta, delicada, perfecta para cuidar un exilio social. Una prisión que llevaba pocos meses, pero que tenía intenciones de extenderse varios más. Olga sólo dejaba un respiro a su mirada de cuidadora cuando Lucía le mostraba el paquete de cigarrillos vacío y casi entraba en una crisis de ansiedad hasta que Olga se ofrecía dudosa de ir corriendo (literalmente) a la esquina de la calle a comprar otro paquete. Lucía nunca se quedaba sin cigarrillos, pero le mostraba la cajetilla vacía, entonces aprovechaba y hacía algunas llamadas.

A pesar del invierno, no era una noche demasiado fría. Olga se había ido hacía horas, a seguir cuidando, esta vez a sus hijos y marido. En casa de Lucía dormían, el reloj marcaba 1:25 am. Lucía rara vez dormía de noche. De día y con muchas pastillas de por medio lograba tres horas seguidas de pesadillas, sueños caóticos que prefería no propiciar, elegía no dormir. Abrió el ventanal de su habitación, se asomó con libertad sacando el cuerpo casi llegando al ombligo y respiró profundo, con fuerza suficiente para sentir el aire húmedo del jardín penetrando y enfriando sus conductos nasales. Cerró los ojos y repitió el ejercicio. Se iba aclimatando. Luego salió de la habitación.
Comprobó el sueño profundo de sus padres, sus hermanos se manifestaban roncando así que fue suficiente con acercarse a las puertas de sus habitaciones. Comprobó también la cantidad de cigarrilos que tenía, contó minuciosa: los de la mesa de noche, los del escritorio, los escondidos en la estantería y los que metía dentro de un muñeco de peluche horrible al que rompió la costura del cuello para esconder cosas dentro de su blando cuerpo de oso feo. Tenía suficientes cigarrillos, cogió su jersey favorito y un sombrerito oscuro, salió con un ensayado cierre de puerta poco audible.

La calle, un barrio residencial,  estaba lleno de jardínes y calles desiertas, iluminadas con poca justicia. Caminó rápidamente hacia la esquina derecha, no sabía por qué pero se tapaba con el cuello del jersey hasta la nariz, sin dejarse ver.  Era un camino conocido, silencioso por lo solitario y sin tránsito de coches ni avenidas insolentes, un camino que dejara pensar sin estar atenta a nada más. La acera se adhería a sus zapatillas una talla más grande que la que necesitaba, era una sensación nueva. El parquet de casa me deja deslizar, la acera rugosa me retiene a cada paso, parece seguro, no me caeré, pensaba. Con cada expiración dejaba salir un poco del aire viciado, ese que sentía en el pecho, tanto tiempo contenido y encerrado, lleno de sustancias químicas indeseables.

Había esperado distraerse de múltiples formas antes de llegar a este punto, pero no había película, canción, o libro que detuviera más tiempo sus pasos, la situación, su sin razón, el maldito vacío, ya había llegado el invierno. Cuando Lucía se negaba a hablar, comer, dormir, y etc era por falta de interés, estaba como decían todos "en su mundo" y la solución era sencilla, siempre estaba alguien de su familia contestando, saludando, respondiendo, decidiendo, en fin, viviendo por ella. Tal vez se había desacostumbrado a vivir.
Esa noche algo diferente pasó, no dejó de sentir que cada paso significaba acercarse al fin, encendió el cuarto cigarrillo, siguió con el paso apesadumbrado que llevaba, pausado, sereno, mirando al suelo, observó su propia sombra. estaba muy delgada y desgarbada, con la ropa ondulante sobre su cuerpo lánguido.No hay mucha diferencia entre mi sombra y yo, pensó. Lucía no busca, ahora se siente la presa, huye hasta de la gente, del ruido, de la compañía innecesaria, de Olga, de su familia y nunca contesta las llamadas, mucho menos las devuelve. Hace crucigramas para olvidar pero nunca los termina, antes de acabar se aburre y se pierde en imágenes instantáneas, una presentación de diapositivas desafortunadas. La fuerza que queda la canaliza al olvido de lo absurdo, "imágenes, símbolos, no personas, no las veas como personas, sino como representaciones que afectan tu estado de ánimo..." le dice su terapeuta, por tu bien. Pero todo esto parece sólo funcionar como un refuerzo del dique, el dique que ya no aguanta más y se deja oír en crujidos de maderas debilitadas, a punto de quebrarse por completo. A pesar de todas las comodidades y excentricidades de las que disfruta, licencias de la locura, las ganancias secundarias de la enfermedad... escuchaba decir.

Cuando media hora después finalmente llega a la casa siente en la espalda la duda gestada en meses, palpitaciones a galope. Breton No 17, se acerca sigilosa a la casa. Salta la reja que custodia el jardín con una facilidad inesperada, y queda agazapada al borde de la ventana, prueba empañar un poco el cristal, en una esquina discreta, sólo por su espíritu lúdico. Conoce bien la distribución y los movimietos del salón que se dejan ver en alta definición por las ventanas que dan al jardín. La lamparita de luz amarilla de la mesa auxiliar está encendida. Al lado de ella un cenizero de crital macizo, lleno de colillas aún desprendiendo humo. Escucha y reconoce un vinilo de Louis Armstrong, respiró profundo, cerró los ojos suavemente y se sintió feliz nuevamente, al menos lo que duró media canción, hasta que empañó, esta vez sin intención, el cristal de la ventana y se hizo consciente lo diferente que es todo del otro lado del cristal. Abrió los ojos, sólo un poco, para ver a Javier, sonriente y tranquilo, brindar con vino tinto, seguro seco, el más seco que encuentre, pensó. Mirando con ternura a su novia. 

Los acontecimientos de esa noche sin testigos llevaron a Lucía a un mayor encierro, uno más profundo y menos doloroso. En la sala común del sanatorio rara vez se le encontraba, no se relacionaba con las demás. Su familia la visitaba semanalmente y le llevaba cosas innecesarias. Olga tuvo la sensibilidad de acercarle sus libros, películas y discos favoritos (o los que ella imaginaba como favoritos por haberlos visto ser escogidos por Lucía demasiadas veces, incluso a veces una sola canción en repetición todo el día) pero sólo logró un amago de sonrisa que más bien era una mueca de gratitud. Había que convencerla de salir de la habitación, a veces cogida por ambos brazos, se dejaba llevar sin resistencia, suavemente, mientras cerraba los ojos, sintiéndose feliz, escuchando repetidamente en su mente "What A Wonderful World"...


sábado, 13 de agosto de 2011

Olvido fugitivo, recuerdo impertinente.

Tenemos tantas formas de morir, yo en una época elegí morir por ti.

Lima, hace muchos años.

Semejante a tu retrato incrustado en la pared, así te imagino aún, así te recuerdo. Tatuando en el salón los besos que a veces son míos, entre paredes claras y ventanales abiertos de cortinas recogidas, flameantes y caóticas por el viento fresco de septiembre, aún así el salón es una visión borrosa por el humo de dos fumadoras en un jueves cualquiera. Sobre la mesa de centro de cristal oscuro dos vasos con zumo de melocotón pretendiendo disimular nuestra noche de alcohol. Seguimos riendo tontamente como se hace a las 3am. y nos servimos un shot de vodka puro, amargo, más bien dos.
Estás acostumbrada a dormir luego de beber de mi, reposada, con un pijama de algondón gris. Respirando tranquila y al compás de las horas te quedas dormida en mi cama. Pero esa noche me pediste antes de dormir, me exigiste: no me sueltes nunca. Yo te abracé a mi pecho, y pasé el resto de la noche sin conciliar el sueño hasta ver amanecer por la ventana de la habitación, con el eco de tu voz resonando y rebotando circular, con la clara sensación de que con esa petición te perdía. Cuando llega el amanecer las plantas del jardín desprenden sus aromas de colores verdes y alguna rosa pastel saluda orgullosa, con la cabeza en alto.
Te encuentro distante y ya no intento descifrarte, como esa mañana, sólo espero que vuelvas a mirarme con ternura. Tu dureza dobla mis días, pero esa noche te llevaste todas las anteriores, tu rostro empapado de miedo me mató... y nada más. No tuve más explicación, sólo salí corriendo antes de sentir sangrar mis oídos con tus palabras, o peor aún, tu silencio.
Me mataste aquella noche y pasé a ser sombra. Un fantasma impío, de sangre densa y gris.
Entonces decidí seguir tus pasos lejanos, intento pasar a tu lado, acelerar y dejarte atrás pero siempre te adelantas a mi andar y vuelvo a ser la espectadora de tu espalda caprichosa, de tu itinerario errante.

Pasados los años vuelves encanto, cada cierto tiempo lo haces, vuelves a prenderte de mi, a hacerme feliz y a caminar conmigo sin dejar de parecer mi propia piel. En unos días volverá tu rostro pintado de dudas y silencios. Me dirás "adiós" como al cartero y yo me iré con todas las cartas que te he escrito en estos escasos días de amor.
¿Por qué vuelves hoy a verme morir?, trato de separarte del dolor, pero lo arrastras a mi como una visión húmeda, de risas, de lágrimas, de besos y despedidas. Y yo me quedo una vez más sin saber vivir, con las preguntas incisivas ¿qué futuro se asoma si todo está encerrado en ti? .Sigo caminando por las calles llenas de niebla, alrededor de tu edificio y mirando de reojo la ventana por la que nunca te asomas, casi nunca estás en casa y la larga avenida me obliga a girar el cuello de forma extrema para no despegar la vista de tu ventana, por si al perder la paciencia te asomas y yo me lo pierdo. No apareces en años y yo sigo caminando, sin rumbo alguno, el cielo de Lima gris ha bajado a posarse en el suelo, ahora veo en grises y no colores, sin ti.
Tus demenciales encantos inundan mis razones, enciendo otro cigarrillo como si eso me diera más claridad pero te sigo pensando etérea como el alba, aún así capaz de inspirarme un profundo dolor.
Llegaste a dormirme del mundo, y la vida seguía sin mi, todos lo notaron, anotaron mis ausencias.
No hay lugar donde no te encuentre, y ya no intento soñar. Asumo tristemente que vas a seguirme en cada pliegue, cada piel que pueda besar, en cada una de sus respiraciones y en sus lágrimas por mi te encuentro, impertinente y risueña.
Esta mañana quieres matarme una vez más pero algo de ti no puede seguir viviendo hoy. Desperté.
La idea de dejarte una vez más duele y teme, otra vez...así sea una necesaria desición para volver a vivir.
Esta muerte no es más que mi camino hacia ti, yo no lo he notado y vuelvo galante a la vida, orgullosa de olvidarte. Amo y me dejo amar, trato de no imaginarte, recorro largos caminos, cruzo fronteras y te llevo de ciudad en ciudad sin sentir el peso, inocente.

Al pasar de los años vuelves encanto,  anuncias pasos vencidos, arañas mi puerta...
y yo, autodestructiva, natural,
una vez más... te dejo pasar.